jueves, 3 de diciembre de 2015

LA DAMA DE ARINTERO

LEYENDA DE LA DAMA DE ARINTERO
Aportada por Santiago Quiroga Ferreras, hijo y nieto de vecinos de Sopeña de Curueño.

A mediados del siglo XV surge la historia, o leyenda -para muchos- de esta joven nacida en Arintero.
A la muerte de Enrique IV, su hija Juana (apodada La Beltraneja), debería haber heredado el trono, pero como no había designado heredero, las Cortes apoyaron la sucesión de su hermana Isabel (más conocida como La Católica).
Algunas de las más importantes familias nobles castellanas pugnaban desde hacía siglos por acrecentar su poder a costa de la monarquía. En este caso la pugna era entre Portugal y Castilla.
Alfonso V, rey de Portugal, acude en auxilio de Juana.
Por su parte, los recién casados Isabel y Fernando, ante el conocimiento de la sublevación, empiezan a enviar mensajeros llamando a las armas a los vasallos leales.
Uno de ellos llegó a Arintero, pequeño pueblo de la montaña leonesa, con el mandato real de que cada casa aportase un guerrero para la contienda.
Juana, una de las siete hijas que tenía el Conde García, hombre de gran honor y lealtad al trono, fue la encargada de comunicar las órdenes del heraldo en su casa.
El Conde ya era mayor para acudir a esta llamada y sólo tenía hijas, ningún varón. No podría cumplir con la petición de los monarcas. Pero Juana, viendo la pena de su padre, empezó a urdir el plan de ser ella quien fuese en su representación. Éste, al principio, se opuso; pero Juana (cazurrina por naturaleza) consiguió convencerle.
Durante dos meses practicó con su ayuda, quien la instruyó en el manejo de las armas, a soportar el peso de la armadura y dominar la yegua que llevaría.
Ahora había que dar aspecto de varón a la pequeña Juana. Se cree que fue su propia madre quien cortó su larga cabellera rubia, completando la transformación que la convertiría en el caballero Diego Oliveros.
Se presentó ante el escribano en el campamento de Benavente para ser incluída en las tropas reales. La transformación fue tan perfecta y detallada que ningún hombre con los que convivió en las largas noches y duros días de batalla se percató del engaño. Así consiguió llegar hasta Zamora, tomada por Fernando el católico en 1476, y librar el combate definitivo en Peleagonzalo a las puertas de Toro. Fue allí donde un mal golpe de una espada enemiga consiguió romper su jubón y mostrar a sus compañeros que el caballero Oliveros era en verdad una mujer.
Quizás por la alegría de la victoria conseguida, el rey Fernando no dio importancia al disfraz y regaló a Juana prevendas y privilegios para su pueblo. Pero la reina católica no lo vio del mismo modo. Puede que por sus fervientes creencias religiosas que condenaban a la mujer que se vestía de hombre; o puede que los celos surgidos de su orgullo de reina y mujer.
Con los privilegios en mano firmados por el rey, la Dama de Arintero se dirigió a su casa.
Pero en esos momentos la reina Isabel le dijo al rey que tenían que actuar con prudencia en esos tiempos con respecto al os privilegios que le había concedido a la Dama de Arintero.
En tres días llega a “La Cándana” (a 20 km de Arintero), donde se dispone a pasar la última noche del viaje.
 Una partida de bolos en La Cándana
Una cosa es lo que dijera Fernando y otra muy distinta lo que pensara Isabel. ¿Cómo la reina iba a consentir la concesión de privilegios, en unos momentos en que estaban desmochando castillos y bajando los humos a la levantisca nobleza?.
Enterarse de lo que había concedido su marido a la Dama de Arintero y lanzar emisarios tras ella, para que le arrebataran los pergaminos, de grado o por fuerza, fue todo uno.
La leyenda cuenta que le dieron alcance en La Cándana, cuando jugaba una partida de bolos con los mozos del lugar, con las bolas cachas y el birle; aunque los pergaminos ya habían corrido hacia Arintero en manos de sus acompañantes.

"La Cándana, pueblo triste
porque en tu recinto viste
morir la luz de Arintero.
Toda la montaña llora
la alegría de tus muros
y, en la Dama, a quien adora
mira sus timbres más puros".
FILANDÓN DE DICIEMBRE

LAS TORMENTAS

Hoy os voy a contar una historia que sucedió en mi pueblo, Cabreros del río,el 27 de Junio de 1951, más concretamente, a las cinco de la tarde. Ese día se presentó una tormenta de agua, granizo, rayos y truenos, que durante más de dos horas fue un espectáculo atronador,
Como la mayoría de los vecinos estaban en el campo trabajando mis abuelos con sus padres. Se tuvieron que refugiar en una caseta de la finca, que usaban para el trabajo y librarse del frío y el agua cuando era menester.
En esta ocasión, así lo hicieron, pero fue tanta el agua que cayó que el campo se convirtió en un mar, entrando este en dicha caseta, con lo cual salieron de ella mojados, caminando hacia el pueblo con el peligro de no saber exactamente donde estaba el camino, resultando muy difícil llegar a casa, donde les esperaba otra tarea, que era sacar el agua que había entrado en ella.
Después de toda esta tragedia en la que ya parecía que todo estaba en calma, a eso de las dos de la madrugada, les despertó el sonido de las campanas y otra vez a la calle, con un mal presentimiento.¿Qué pasará ahora? Se preguntaban los vecinos.
Y así, medio en prosa, medio en verso, os voy a relatar lo que pasaba:

" Fue un toque de campanas que a todos los asustó.
Saliendo de nuestras casas con un pánico atroz.
Se reunieron los vecinos y todos se preguntaron
¿Qué habrá pasado esta noche que las campanas han sonado?
Pronto llegó la noticia que la presa había reventado,
peligrando nuestras casas si no intentamos taparlo.
Caminando se dirigen hacia la rotura esta
para ver si entre todos logran tapar esta acequia.
Con trabajo y con sudor no tardaron en lograrlo.
Y aunque contentos quedaron, aquello no descuidaron.
Pues allí quedaron dos jóvenes para vigilarlo.
No volviera a resurgir otro chasco.
Al amanecer el día, todo el pueblo más calmado,
se acercaban hasta el dique que había reventado.
Y cada uno contaba la noche que había pasado.
Pensando lo que sucedería de no haber sido tapado. "

Historia de Ángeles Baro Vega contada a su nieta Andrea Bernardo Fresno.